El significado más básico de error (“concepto equivocado, juicio falso, acción desacertada”) esconde una cualidad harto atractiva de analizar: un error procede de cualquier acción emprendida por un ser vivo (nótese las palabras concepto, juicio y acción en la definición) a partir del juicio de un tercero o sus pares.
Cada error existe respecto a sistemas preestablecidos por otros, los cuales sirven como punto de referencia para cada usuario potencial de esas estructuras (ya sean formas de comportamiento, modelos de pensamiento o sistemas lingüísticos).
De un árbol podría decirse que “comete un error”, aunque en realidad sea involuntario, al acceder con sus raíces a un pozo de agua sulfurosa, pues se envenenaría en poco tiempo.
No mantenerse alerta en la sabana significa un error para una gacela, ante el riesgo de volverse presa de algún carnívoro.
Un piloto de avión cometería un error si no siguiera paso a paso los procedimientos de seguridad requeridos para verificar el funcionamiento de su aeronave antes de despegar.
De allí se desprende otra característica del error: implica, en mayor o menor medida, un riesgo cierto para la integridad de quien lo comete y hasta de aquellos a su alrededor. Por esa razón, el error ha sido siempre la antítesis de lo apropiado, seguro e ideal, la marca que distingue lo perjudicial.
En el caso que atañe al corrector de textos, los errores en el uso del sistema lingüístico conllevan la posibilidad de malinterpretar un pedido de auxilio, un acercamiento respetuoso entre desconocidos o una información esencial.
Todos los actos comunicativos están sometidos a factores externos e internos que pueden entorpecerlos (confusión del emisor al codificar su mensaje, forma inapropiada del mensaje respecto al canal utilizado, falta de buena decodificación por parte del receptor, etc.), y es lógico pensar que una esperanza de superar todos esos obstáculos yacería con certeza en la mejor aplicación posible de la lengua.
¿Por qué discurrir filosóficamente sobre la naturaleza de los errores? Porque así puede delinearse más claramente una de las funciones, aún más discreta pero no menos importante, de la corrección profesional: discernir entre aquello que es considerado error en un momento determinado y lo que, por diversas circunstancias, podría ser adaptado como un elemento enriquecedor del corpus del idioma o de las formas de un habla particular.
Para ilustrar esta idea, tómese el caso de despistarse. En el castellano peruano, ese verbo puede significar “salirse un vehículo de la pista por pérdida de control del conductor” según el Diccionario de la lengua española, y efectivamente, las agencias noticiosas de ese país lo utilizan al describir los accidentes viales en que carros o autobuses se desbarrancan.
Entonces, ¿debería un corrector intervenir el texto original en pro de un castellano “estándar”? Todo dependerá del contexto y del objetivo: si la intención es informar, se procurará acercarse a los lectores objetivos con formas más familiares a sus variantes castellanas respectivas y se efectuará el cambio que corresponda; si se trata de un texto literario, una de las posibilidades de corrección sería mantener intacta la cualidad expresiva del autor con el verbo inalterado.
En conclusión, el objetivo último de la corrección de textos o de corrección de estilo no es hacer desaparecer sin piedad todo aquello que parezca un error, sino darles sentido a todas las ideas del autor para que su obra, tenga la forma que tenga, establezca un diálogo activo y coherente en sí mismo con su lector final.
Una forma elegante, justa y hasta poética, en cierta medida, de describir el objetivo de la corrección de estilo.
Un texto muy interesante.